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Navidad en Kibera, el barrio más pobre de África

Navidad en Kibera el barrio mas pobre de Africa

Navidad en Kibera, el barrio más pobre de África

A primera vista los zapatos colgados sobre los cables de tendido eléctrico me parecieron muy típicos de cualquier barrio pobre que haya visto antes en México o Latinoamérica, pero en Kibera, el barrio más pobre de África, situado a las afueras de Nairobi, capital de Kenia, el significado es muy diferente, me dijo Johntez, un joven keniano de 25 años que supervisaba a un grupo de chicos entre los 16 y 25 años que lavaban motocicletas y realizaban otras actividades justo abajo de donde colgaban los zapatos sobre los cables del sistema de alumbrado público.

Eran quizás unos 10 jóvenes todos nativos de Kibera, el barrio más pobre en todo el continente africano, conocido en inglés como “slum”.

Aquí vivimos los más pobres de África, me platicó Kévin, otro joven keniano de 25 años de edad quien me daba un recorrido la mañana de navidad por el temible barrio de Kibera. Este es el segundo barrio más pobre del mundo después de las favelas de Brasil, me contó Kevin, sin alarde de orgullo, me lo decía como dato estadístico. Pero estamos tratando de cambiar las cosas  con chicos como Johntez o yo mismo, continuó el joven menudito de cuerpo y ojos grandes, mientras caminábamos por los enlodados y muy estrechos callejones de Kibera.

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Si bien seguimos siendo muy pobres, este barrio ya no es de los más peligros del mundo como algunos lo llegan a considerar, me dijo Kevin, estamos tratando de erradicar el crimen y el hambre. Johntez por ejemplo tiene un grupo de apoyo a jóvenes que se llama, “hang your boots” o cuelga tus botas. Me comentó con entusiasmo el joven guía de turistas.

Lo que Johntez hace es ayudar a jóvenes que quieren dejar los caminos del crimen por una vida productiva y él les ayuda a través de su organización, a conseguir un trabajo y desarrollar otras actividades para alejarlos del crimen, pero se tienen que comprometer a “colgar sus botas”. Ese es el primer paso. Y esas botas o zapatos que cuelgan del tendido eléctrico donde trabajan, pertenecieron a los jóvenes que ves lavando motocicletas con mangueras de agua a presión. Ellos ahora tienen una vida productiva y se han alejado del crimen y la violencia.

“Cada par de zapatos colgados sobre esos cables tenían un historial de crimen en su haber”

Nunca antes unos zapatos colgados sobre cables de electricidad en la vía pública tuvieron tanto impacto en mi vida. Me pareció una frase muy poderosa y un compromiso muy grande. En el barrio más pobre de África, cada par de zapatos colgados sobre esos cables tenían un historial de crimen en su haber. Pero ahora sus antiguos dueños estaban ahí justo debajo de donde cuelgan los zapatos, trabajando y haciendo la diferencia en la vida de este barrio de pobreza extrema donde viven más de ochocientas mil personas. Un barrio que por su historia pasada y sigue intimidando a cualquiera que lo visita.

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Johntez es un joven muy alegre con una sonrisa que parece permanente en su rostro. En nuestra charla, mientras caminábamos alrededor de los jóvenes que habían colgados sus botas en el tendido eléctrico, me dijo que él también fue un criminal en Kibera. Todo empezó con su propia vida. Se canso de ver morir amigos y de entrar y salir de prisión desde temprana edad. Un día quiso cambiar su vida y enderezó su camino. No es fácil, me contó, mientras nos deteníamos frente dos jóvenes no mayores de 20 años que trataban de quitarle el lodo pegado a una motocicleta con una manguera de agua a presión.

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En este país no hay muchas ayudas. El gobierno es muy corrupto y la policía está peor, pero cuando tocas fondo en tu vida no queda otra más que cambiar y así como cambié yo, quiero que otros jóvenes criminales de este lugar hagan lo mismo, pero para eso deben comprometerse a “colgar sus botas” y empezar de nuevo.

“La extrema pobreza se ha aferrado a ellos como su ADN viven literalmente a la deriva.”

Estaba impresionado con Kevin y Johntez. En este barrio que parece de inframundo donde la extrema pobreza se ha aferrado a ellos como su ADN viven literalmente a la deriva. No tienen apoyos institucionales. Las pocas ayudas les llegan de turistas que los visitan, de ellos se ganan un poco la vida y algunos al conocer sus historias y una vez de regreso una vez de regreso en sus países les envían donativos o intervienen con alguna ONG para que los apoye.

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Kévin por su parte también hace lo propio. El se gana la vida dando tours en ese “slum”. Lleva a los turistas  al corazón de Kibera, lugar que jamás nadie se atrevería a entrar si no fuera con alguien del mismo barrio. Además es padre de dos pequeños, una niña de 7 años y Wesley Snyder de dos añitos, y a quien pusiera  ese nombre en memoria de un famoso jugador de fútbol holandés que él admira mucho. Pero también está al cuidado de sus padres que viven en ahí mismo en Kibera. Su padre de 50 años de edad padece de una enfermedad de despigmentación de la piel y está convaleciente en casa.

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Pero mi admiración por este joven vino por algo más allá de lo que hace por sus padres o cómo saca adelante a su propia familia. Porque Kevin dedica parte de su tiempo como voluntario en un orfanato donde dan alimentos, techo y educación a por lo menos 80 niños abandonados en Kibera.

“Se veían felices esa mañana de navidad aunque no tenían regalos nuevos… “

Para llegar al orfanato caminamos por pequeños y enlodados callejones donde un hediondo olor a drenaje podrido es el único aire que se respira en ese lugar. Los niños, la mayoría de ellos, jugaban descalzos pero sonrientes, se veían felices esa mañana de navidad, aunque no tenían regalos nuevos y seguramente no sabían de la existencia de Santa Claus. En el oscuro mundo de pobreza extrema en que viven sumergido esas cosas no existen para ellos.

Mientras seguíamos caminando por el laberinto de pequeños callejones, veíamos mujeres lavando trastos o ropa en el suelo al pie de sus pequeñas chozas de láminas viejas y oxidadas o se amontonaban en algún rincón donde había una llave con agua limpia. Kibera era el barrio más grande y más pobre que hasta ese momento me había tocado conocer en mis viajes alrededor del mundo. Ni Soweto en Johannesburgo, SudAfrica me pareció tan pobre y olvidado como Kibera.

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Finalmente llegamos al pequeño orfanato. No era otra cosa más que unos cuartos viejos y descuidados al pie de un arroyo de aguas negras. Los niños sumergidos en su mundo corrían de un lado a otro, los más pequeños de un año o dos jugaban en el suelo mientras que los más grandes, los adolescentes, aguardaban la hora del almuerzo. Sabían que habría una comida especial, comerían pollo y carne. Una joven británica que tiempo atrás visitó Kibera les mandó un donativo para que tuvieran una cena navideña aunque no sabían necesariamente lo que era, solo querían comer.

“Sería una navidad como pocas para los niños del orfanato…”

Entramos a la cocina y tres mujeres preparan en grandes cazuelas comida, carne de pollo por un lado, y de res por otro. Las enormes ollas negras por el humo del fogón donde preparan la comida estaban ya listas para ser puestas en el fuego. Ellas cortaban en trocitos algunas verduras y vegetales. Sería una navidad como pocas para los niños del orfanato, con mucho que comer por lo menos ese día.

En otro cuarto había unas 4 literas en mal estado y dos adolescentes acostados esperando que la comida estuviera lista.

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Luego subimos por unas escaleras de madera a otra habitación de donde salía un fuerte sonido musical. Por ser día festivo no había clases y ese era el salón. A los niños les llevaron música para alegrarles el día, y por lo menos una docena de ellos esperaban la comida ahí sobre las bancas donde en un día regular  aprenden a leer y escribir, ahora iban a comer.

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Esto es todo lo que tenemos. No es mucho me dijo Kevin, pero estos niños vivían en la calle, fueron abandonados por sus padres y ahora tienen un hogar. Aquí los voluntarios donamos nuestro tiempo para que siga operando o buscamos fondos con extranjeros u organizaciones internacionales porque el gobierno no nos ayuda en nada.

La labor de este joven Keniano me pareció admirable. Dentro de la pobreza extrema en la que vive con su propia familia, trata de conseguir que comer todos los días para los suyos y para estos niños huérfanos que ahora él ve como su propia responsabilidad.

Jóvenes como Kevin o Johntez sin duda están haciendo la diferencia en su barrio y en su país. Su trabajo y sus loables acciones lo que más me impresionó en mi visita a Nairobi y sobre todo a Kibera, esta ciudad perdida donde el intentar no morir de hambre parece ser una lucha de todos los días para sus habitantes.